El inmaduro y seboso Jack Lacombe detesta al opulento ranchero Jeff Baldwin, esposo de su hermana Lucía Lacombe. La aversión de Jack hacia su cuñado es tan intensa que planea arrebatarle a su único hijo, Robert Baldwin, o Jorge del Moral, o…, en una rocambolesca maniobra legal. En el momento preciso, consigue camuflar a su sobrino como agregado cultural en Ámsterdam, ciudad a la que llegarán por valija diplomática unos voluminosos catálogos de arte impregnados de cocaína de gran pureza. Hay un crimen. O la apariencia de un crimen. Hay un millón de dólares en juego. Hay un bar, hay amigos… María ama a Robert Baldwin y cuenta su historia de amor. El narrador Huracán Dante lo irá anotando todo hasta que los personajes se le rebelen pirandelianamente y lo expulsen de su propia novela…
Con estos mimbres convencionales en apariencia, Martín Arán construye un relato absolutamente embriagador en el que, más allá de su trama, nos seduce la vigorosa capacidad para crear atmósferas. Nocturno en Mery’s Bar es un sorprendente catálogo de emociones con el que poner de relieve que a pesar de nuestros fracasos y nuestras frustraciones, debe triunfar la energía vital que nos proporcionan el amor y la amistad, la creación artística, la literatura... La Literatura sobre todo, erigida en inigualable motor del mundo, en prodigiosa e irrenunciable patología. Borges, Cervantes, Ciorán, Perec, lo certifican aquí entre una cantidad indecente de dry martinis y la música de Chet Baker.
Martín Arán nació en Els Torms (Lérida), hacia la primera mitad del siglo pasado, y se trasladó con pocos meses a Málaga, donde reside desde entonces. Algunos de sus relatos han sido incluidos en revistas tan exigentes como El maquinista de la Generación o Barcarola. Nocturno en el Mery’s Bar es la primera novela que publica. En ella se observan como características principales su fascinante inclinación hacia los aspectos formales, estructurales y arquitectónicos de la escritura y la embravecida y vila-matiana adopción de la Literatura como observatorio privilegiado de nuestro discurrir cotidiano.

Federico Fuertes Guzmán quiere al chocolate como legítimo alimento y promete amarlo y respetarlo hasta que la muerte los separe. No pronuncia bien la palabra sándwich. Pies cabos y ojos mermados por miopías, presbicias, astigmatismos y una ligera desviación cromática que le lleva a confundir el marrón con el verde, pero no la langosta con el rape. Aficionado a los tics nerviosos y a la sal de fruta con sabor a naranja, dubitativo ante la noche y los compromisos existenciales, defensor ferviente de la franja horaria que transcurre entre las tres y las cinco de la tarde. Nunca ha subido un ocho mil y está en condiciones de afirmar que jamás lo hará; tampoco viajará a la India ni se extasiará ante los atardeceres del desierto. Le gusta ver películas con anuncios entrometiéndose entre las mejores escenas y le gusta aun más que la gente utilice el claxon durante los atascos ciudadanos. Su mayor virtud es saber guardar secretos y su comida preferida es el hielo.
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